Nacional, Sunday 23 de February de 2020
Hace exactamente 75 años, Joe Rosenthal, un ignoto fotógrafo, obtuvo de casualidad una imagen simbólica. La de los seis soldados norteamericanos levantando la bandera en la isla de Iwo Jima. Detrás de la imagen se tejieron mil versiones. Aquí, la verdad de una fotografía que levantó la moral de todo un pueblo.
Es una de las fotografías más reconocidas del siglo XX, una imagen icónica de la guerra que hoy cumple 75 años. Levantando la bandera de Iwo Jima. Pero detrás de ella hay muchas historias, enigmas, polémicas y sorpresas. ¿Fue una foto preparada? ¿Los soldados posaron? ¿Quiénes eran los seis marines? ¿Uno de ellos usufructuó la fama durante décadas pero no participó del enclavamiento? ¿Hubo más de una bandera? ¿Qué pasó con esos combatientes en los años posteriores?
El cielo gris, cubierto de nubes irregulares, como todas, confundiéndose al fondo con el suelo. En el centro de la imagen seis soldados levantando una bandera. No se les ve las caras. Empujan un mástil largo y pesado. Uno de ellos, en cuclillas, hace fuerza para clavarlo en la tierra. Hay que mirar con detenimiento para descubrir cuantos son los brazos que colaboran. El paño de la bandera está estrujado por el viento. El mástil en diagonal, a punto de erguirse. En el piso hay restos de madera, tierra, algunos juncos. El valor simbólico, el gesto, la unión de unos soldados posiblemente exhaustos, el comienzo de una victoria. Un puñado de hombres que parece tallado en el blanco y negro.
En la lucha por el Pacífico, Estados Unidos había decidido ir tomando islas a vecces diminutas, estratégicamente vitales, para acercarse a Tokio. Iwo Jima era una islita pequeña, con forma de pata de jamón apoyada en el océano, con una geografía intrincada repleta de elevaciones, rocas, cuevas y vericuetos: ayuda natural ideal para la obstinada defensa japonesa. La armada norteamericana rodeó la isla situada a 1200 kilómetros de Tokio. Tomarla, apropiársela, permitiría lanzar aviones hacia el centro de Japón, asegurar una tormenta de bombas sobre las principales ciudades niponas. Casi 500 embarcaciones la atacaron con fuego constante desde el agua durante largas horas, hasta que llegó el tiempo del desembarco. Era el 19 de febrero de 1945.
La defensa japonesa prefirió que las tropas enemigas llegaran a tierra. En ese momento dispusieron todo su poder de fuego contra el invasor. El combate fue cruento. Las bajas, muchísimas. Se estima que en el transcurso de esa lucha por el dominio de Iwo Jima murieron casi 7 mil soldados norteamericanos y más de 20 mil japoneses. Los heridos de ambos bandos fueron más de 30 mil.
Sin esta batalla y, muy probablemente, sin esta fotografía, pocos sabrían de la existencia de esta isla. La guerra y el fútbol se han convertido en el mejor método posible de enseñanza de geografía, un sistema para conocer lugares remotos.
La resistencia de las fuerzas japonesas fue tenaz. Ataques sorpresivos, túneles, paciencia, conocimiento y aprovechamiento de los accidentes del terreno. El avance norteamericano era lento. El combate se prolongó más de un mes. Recién el 26 de marzo de 1945 se pudo considerar tomada la isla. Casi no quedaban combatientes japoneses con vida. Hasta ese momento, ocultos gracias a la vegetación y la apretada disposición del terreno, los orientales resistieron. Era también un mensaje para lo que vendría: los norteamericanos deberían pagar un gran costo para obtener la victoria final.
El 23 de febrero de 1945, muy temprano por la mañana, el Batallón 2 recibió la orden de tomar el monte Suribachi, una elevación escarpada de poco más de 160 metros de altura. El ascenso fue arduo pero fructífero. Desde ese punto alto se podía ver casi toda la isla. Era un logro después de cuatro días difíciles de resistencia y escaso avance. Uno de los oficiales a cargo ordenó plantar una bandera en lo alto del monte. Un gesto para reforzar el espíritu de su tropa y afectar el del enemigo. Por primera vez en lo que iba de la guerra, una bandera de Estados Unidos flamearía en territorio japonés.
Los soldados cumplieron con su misión. La bandera era pequeña pero no importó. Cuando fue izada, los hombres que quedaban en los barcos y los que presenciaron la escena desde la orilla vivaron enfervorizados. Un sargento fotógrafo, Louis Lowery, logró captar con su cámara la escena.
El secretario de marina de Estados Unidos James Forrestal seguía las acciones desde el agua. Desde una de las embarcaciones pidió la bandera para conservarla como un recuerdo. El oficial a cargo del batallón que logró conquistar el monte se disgustó al enterarse. Decidió que el emblema le pertenecía a sus hombres y no a un burócrata que había permanecido guarecido durante el desembarco. Que quienes pusieron el cuerpo, perdieron a sus compañeros y resultaron heridos eran merecedores de ese pabellón. Por lo tanto, al mediodía ordenó que volvieran a subir y levantaron otra bandera. La original se la quedarían sus soldados.
Pero los festejos de los norteamericanos por el izamiento original provocaron una nueva reacción de los japoneses. Otra vez las balas, los cañonazos, la sangre, los heridos, las muertes. Unas horas después, la situación parecía controlada nuevamente en esa zona.
Tres fotógrafos subieron a captar las nuevas circunstancias. A Lowery, el que había obtenido la imagen original, un disparo le había deshecho su máquina. Eso no impidió que incitara a sus colegas a llegar a la cima para lograr unas buenas fotos.
Tres fueron los reporteros gráficos que lo hicieron. Joe Rosenthal, Bob Campbell y Bill Genault. Campbell creyó que lo mejor sería registrar el momento histórico con su filmadora color, una instrumento de avanzada para la época. Genault tuvo problemas con el rollo y no pudo sacar nada. Joe Rosenthal fue quien, finalmente, obtendría la histórica imagen. El que lograría retener para siempre e instalar en el imaginario colectivo ese momento. Iwo Jima siempre será esa foto. Y los Marines norteamericanos encontraron en ella, también, su síntesis, su símbolo.
Esta bandera, la segunda que se le levantaba ese día, era mucho más grande que la anterior (todavía tenía 48 estrellas a diferencia de las 50 actuales). Un soldado encontró un largo y pesado tubo de agua que sirvió de mástil. Se necesitó de la colaboración de varios para poder clavarlo en el suelo. Alguien la ató, otro tomó el tubo de un extremo. Se fueron sumando soldados en la operación para poder erguir el improvisado mástil. En un momento fueron seis los soldados involucrados.
Rosenthal era bajo. No llegaba al metro setenta de estatura. Al ver los preparativos empezó a apilar piedras y alguna bolsa de arena para lograr sacar la foto desde más arriba. Pero en medio de esa operación se dio cuenta que los soldados estaban por clavar la bandera. Velozmente levanto la cámara y sacó, como pudo, una foto para registrar ese instante. No pudo elegir el enfoque, ni urdir el encuadre. Captó lo que la urgencia le permitió, sin premeditación. Una vez que la bandera quedó firme y empezó a flamear -esta vez los festejos fueron más tenues que el de unas horas antes para evitar un nuevo ataque enemigo-, Rosenthal le pidió a todos los soldados que estaban en la cima que posaran debajo de la enseña para perpetuarlos en una foto. Esa placa fue llamada Gung-Ho . Esa fue la que Rosenthal pensó que lograría vender. La anterior, improvisada, no la tenía en cuenta, no sabía cómo había salido. Pero esta, la segunda, con todo el plantel y la bandera coronando la situación, serviría para ilustrar las crónicas sobre el avance en Iwo Jima.
Rosenthal envió el rollo. Cuando se revelaron las fotos, el editor reconoció de inmediato la foto a publicar. “Esta es una imagen histórica” dicen que dijo. Y no se equivocó. Al día siguiente, la foto transmitida a Estados Unidos, por novedosos métodos como el télex, ocupó la primera plana de los principales diarios. Ese fue sólo el comienzo.
El nombre fue sencillo y descriptivo: Levantando la bandera de Iwo Jima. Rosenthal ganó el Premio Pulitzer y un prestigio que lo acompañaría hasta el fin de sus días. La imagen de esos seis hombres poniendo de pie la bandera en el terreno conquistado se convirtió en estampilla, en monumento de homenaje a los Marines en el cementerio de Arlington, en poster.
Después del Premio Pulitzer hubo quienes acusaron a Rosenthal de haber prefabricado la foto, de haber hecho posar a los soldados. Eso surgió de un malentendido. Uno de sus editores le preguntó si había hecho posar a los hombres, a lo que él respondió que por supuesto lo había hecho. Le pareció una pregunta tonta, obvia. Eso sucedió porque no sabía de qué imagen le estaban hablando. No tenía en cuenta la que había sacado apurado, casi sin mirar por el visor, la que le aseguraría la inmortalidad. Él se refería a la llamada Gung-Ho, la que registraba al batallón sonriente una vez finalizada la tarea.
El video que captó como se plantó la bandera es breve. Es en colores y se observa con claridad como el movimiento fue veloz y preciso. Esos pocos segundos en los que se ve la operación carecen de la épica de la foto. En este caso el blanco y negro, el momento detenido, los músculos tenso, la acción conjunta, logran aprehender lo inasible. Suspender el tiempo, logran fijar lo eterno.
Las autoridades norteamericanas, al percibir el impacto que había producido la imagen, ordenaron identificar a sus protagonistas. Cómo no se ven las caras no resultó sencillo. Hubo, al principio, alguna confusión en la asignación de las identidades.
Se determinó que eran: Franklin Sousley, Harlon Block, Michael Strank, John Bradley, Rene Gagnon e Ira Hayes. Los tres primeros no lograron salir con vida de Iwo Jima, murieron en combate. Los otros tres fueron llevados a Estados Unidos y destinados a una misión especial. Recorrer todo el país, hacer una gira nacional, contando el momento y hasta recreándolo (en un estadio de Chicago se construyó una montaña para que ellos remedaran el momento) para conseguir fondos para el bono nacional que lanzó el gobierno para financiar la excursión bélica. La recaudación dobló lo esperado, fue un éxito colosal basado en la fama y repercusión que habían conseguido estos soldados.
Uno de ellos, el único que no era un marine, John Bradley, un joven médico de la Armada, herido en combate y laureado por su coraje, nunca se sintió cómodo con el tema. Se negó a hacer declaraciones en público, de sus experiencias en el frente y en especial de ese episodio en Iwo Jima durante décadas. La primera entrevista al respecto la dio en 1985 a pedido de su esposa. Ella contó que en privado tampoco hablaba de la cuestión. Que a ella sólo una vez se lo mencionó: en su primera cita. Su hijo, instigado por el misterio y para perpetuar la imagen de su padre, investigó todo lo relacionado con la bandera, esa foto, la gira nacional posterior y el destino de cada uno de esos seis hombres. Publicó un libro muy exitoso que se llamó La bandera de nuestros padres, que luego fue adaptado por Clint Eastwood en una de sus dos películas sobre Iwo Jima (la otra, Cartas desde Iwo Jima, cuenta el enfrentamiento desde el lado japonés).
Pero en 2016, una comisión de historiadores de los marines, luego de revisar la foto, la filmación, acudir a documentos y testimonios, determinó que Bradley no era uno de esos seis soldados. Que el sexto fue Harold Schultz. Lo que también se comprobó fue que Bradley había colaborado en la instalación de la primera de las banderas que flameó en esa mañana de febrero en la pequeña isla japonesa.