El gran libro fue escrito y reformulado al calor de los vaivenes políticos de un territorio que buscaba su fisonomía y su identidad nacional
La trascendencia que adquirió la obra mayor de Bartolomé Mitre está fuera de toda discusión. La Historia de Belgrano y de la independencia argentina fue un proceso que nació de la iniciativa y el interés de Mitre, pero también fue una obra colectiva, tal como el mismo autor lo relata en el prefacio de la segunda edición, de 1859. Este libro demandó cuarenta años de trabajo, escrito y reformulado al calor de los vaivenes políticos de un territorio que buscaba, luego de décadas de guerras civiles, su fisonomía y su identidad nacional por sobre las lealtades regionales.
A mediados del siglo XIX las corrientes del romanticismo político dominaron gran parte de las élites letradas de Occidente. En la necesidad de narrar historias consideradas propias, para dar origen a las naciones y bajo la influencia de escritores como Guizot, comenzó a ver la luz pública un género historiográfico que fue central en ese período. Nos referimos a las biografías y a las memorias autobiografías.
Desde la década de 1840 las obras que se abocaron a las biografías o a las grandes historias nacionales comenzaron a poblar los anaqueles de las principales bibliotecas. También llegaron a un público mayor a través de fragmentos de estas obras en la prensa periódica. Para ilustrar con algunos ejemplos: la primera biografía sobre George Washington, escrita por Jared Sparks, se publicó en 1839, y Guizot realizó su biografía sobre Carlos I en 1827. Modesto Lafuente comenzó a publicar su Historia general de España en 1850.
En el Río de la Plata, los antiguos miembros del Salón Literario ya desde 1840 y en el exilio comenzaron a intercambiar escritos y a recopilar testimonios de los protagonistas de los sucesos de mayo. Para mediados de esa década, y a pedido de Andrés Lamas, que tenía el proyecto de comenzar con su biografía sobre Belgrano, Ignacio Álvarez Thomas envía unos apuntes, resaltando sus virtudes morales, de la misma manera que una década después lo dejaría expreso José María Paz en sus Memorias póstumas.
En 1857, cuando Juan María Gutiérrez encarga a Mitre la colaboración para la Galería de celebridades argentinas, puede observarse cómo la historia de Belgrano se convierte en una tarea conjunta que despliega un haz de solidaridad y sociabilidad con eje en las bibliotecas y archivos públicos y privados. Alrededor de la obra de Mitre, tal como lo cuenta este en el prefacio a la edición de 1859, se citan los nombres de Andrés Lamas, Carlos Calvo, Juan María Gutiérrez, Florencio Varela, Domingo F. Sarmiento, entre los más notables. Cada uno de ellos acercó nueva documentación, descubrió nuevos acervos, vincularon familiares que podían proveer nuevos textos o testimonios, o como en el caso de la Autobiografía del propio Belgrano, se pudo incorporar gracias a un descendiente de Bernardino Rivadavia, dado que este valioso testimonio había permanecido en su archivo personal.
La tarea de Mitre y del grupo que integraba fue la de avanzar en la narración de una historia con ambiciones nacionales, pero a diferencia de otros textos precedentes, no ahondó en las dicotomías y en los extremos de “civilización / barbarie”, sino que, por el contrario, entendió el desarrollo de la sociedad como una evolución virtuosa que, si bien no estuvo exenta de frenos y reveses, caminaba hacia la integración y el progreso. En tal sentido, la continuidad de una sociedad que se proyectaba diferente al resto de Hispanomérica desde antes de 1810, estuvo fielmente expresada en la figura de Manuel Belgrano. Como lo afirmó Sarmiento en el corolario que integró la edición de 1859, “así mutilada de lo superfluo la vida de Belgrano se convierte en la Historia argentina.”
La labor historiográfica de Mitre planificó una continuidad capaz de ofrecer coherencia a su propia actividad política como referente de la provincia de Buenos Aires, que en esos momentos se encontraba divorciada de la Confederación. Dentro de esta comprensión histórica, a la biografía de Belgrano, que expresaba una idea de continuidad y de virtuosismo entre la etapa colonial y los primeros años de independencia, le siguieron los trabajos sobre San Martín, como la figura más prominente de la Independencia suramericana, pero sobre todo su valoración sobre quien fuera, en sus palabras, “el más grande hombre civil de la tierra de los argentinos, padre de las instituciones libres”, en alusión a Bernardino Rivadavia.
Sobre esta figura Mitre también desarrolló, en 1880, una labor historiográfica y su breve presidencia de la década de 1820 se ofreció como modelo a retomar, finalizadas las guerras civiles, para las élites políticas que gobernaban el país. A esta tarea también se sumó nuevamente Andrés Lamas, quien en 1882 escribió una biografía sobre el estadista bonaerense.
Estos momentos fueron fructíferos para esos integrantes de la comunidad de las letras en el país. Se publicaron una buena cantidad de títulos importantes que dieron un verdadero fundamento a la futura historiografía argentina y alimentaron también las diferentes visiones sobre el pasado argentino, que había nacido con la Revolución de Mayo. A la ya citada biografía de Andrés Lamas sobre Rivadavia en 1882, podemos agregar la obra de Vicente Fidel López Historia de la revolución argentina, cuya primera versión se publicó en 1881. O la de Adolfo Saldías, quien, a partir de los archivos de Juan Manuel de Rosas revisados en Inglaterra, publicó Historia de la Confederación Argentina, lo que le valió la crítica del propio Mitre desde las páginas de su diario.
Esta situación nos habilita también a decir que, si bien la historia de Belgrano fue producto en parte de una labor compartida y del aporte de un grupo de notables que se comprometieron en el proyecto, también originó grandes debates alrededor de su contenido y, sobre todo, de sus métodos y de las maneras de ver y de hacer la historia. La primera y más grande polémica alrededor de estos temas se produjo con el intercambio del autor de la Historia de Belgrano con Vicente Fidel López. Esta confrontación forma parte, además, de los orígenes de la historiografía argentina porque discurrió alrededor de las “formas” en que se concebía la historia. Mitre, postuló un acercamiento sobre bases documentales y aplicación del método de la constatación, utilizando la oralidad como un apoyo secundario.
López en cambio, enarbolando al mismo tiempo su “linaje patricio”, reivindicó los testimonios y la memoria de quienes fueron partícipes en los sucesos revolucionarios. Ambos buscaron para sí el lugar de “constructor” y “narrador” de la historia argentina. En parte como consecuencia de este contrapunto, surgieron las obras que dieron sustento material en los dos tomos de las Comprobaciones históricas de 1882 realizadas por Mitre para seguir agregando nuevos documentos que oficiaron como pruebas de sus opiniones. López respondió con una obra de tres tomos, conocida popularmente como las Refutaciones, el mismo año. También formaron parte de las polémicas Dalmacio Vélez Sarsfield, desde las páginas de su periódico El Nacional y el ya mencionado Adolfo Saldías. Aún diez años después de la edición de 1887, la obra continuó siendo objeto de debates por Paul Groussac, a los que Mitre respondió desde La Nación el 11 de mayo de 1897.
Vista dentro de una mirada histórica, la tarea de formar figuras representativas de nuestro pasado para que a su vez nos proyecten hacia un futuro compartido como comunidad, se llevó adelante tanto desde una sociabilidad que compartía el interés histórico como el debate con los circunstanciales oponentes en torno de la obra intelectual que se forjaba. La segunda mitad del siglo XIX, si bien no estuvo despojada de críticas, inequidades y de una violencia política que no tuvo piedad con los vencidos, puso en marcha el imprescindible sostén para la construcción del Estado y proveyó los lineamientos más importantes de la narrativa nacional.
por Marcelo Garabedian